Cuando se me secó el corazón, comencé a rellenarlo con felicidad ajena. Los logros de la vecina, el crecimiento del pequeño restaurante donde solía comer, los premios a los artistas que me gustaban, el primer beso de mi primo chico, las plantas crecientes del huerto de mis abuelos y hasta el pájaro que llegó a destino.
El mundo avasallador ya no era triste ni solitario, mucho menos oscuro. Sólo estaba alumbrando otros escenarios, el mío ya se había apagado.