viernes, 25 de noviembre de 2016

El surrealismo y sus confesiones nocturnas.

Cuando su sonrisa caló mi corazón, supe que había algo raro, porque ella, definitivamente, no era así. Había soñado casi todos los inviernos con ella después de conocerla, con fundir mis besos en su piel tersa y morena, y perder mis manos en su cabello cuando el atardecer se haya disipado detrás del mar.
Cuando sus ojos me miraron con urgencia, supe que la realidad no era nada más que un trámite rápido de resolver y abrí con antelación mi corazón, dejando de lado el miedo absurdo de decirle la verdad que tanto tiempo le oculte.
Sin más que esconder, le dije las palabras que tanto desee, vi su expresión maravillada: desperté.

Miedo.

Ella no quería quererla porque tenía miedo. Tenía miedo de quedarse atrapada en su pelo y en su esencia, sin poder escapar. Tenía miedo de quedarse encerrada en sus grandes ojos y ahogarse en amargura. Ella tenía miedo, pero no del miedo social, sino de aquel que viene en el ADN. Tenía miedo a enamorarse. 

Piso 31.

Llegó con la mirada firme y el corazón acelerado, nadie podía leer su mente, porque de seguro, si alguien pudiera leerla, lo hubiera detenido al instante.
Entro al edificio con el desplante que le caracterizaba y marcó el botón del ascensor: piso 31. Cuando las puertas de éste cubículo se abrieron, se miró sus manos que estaban sudorosas y también algo temblorosas; tragó saliva y dio un paso adelante.
No le importó mucho el paisaje, ni mucho menos la vista; encendió un cigarrillo, le dio una bocanada profunda y sin pausa, para luego tirarlo al suelo sin reproches y apagarlo de un sopetón con la punta del zapato.
¡PRONTO ESTARÉ MEJOR! —Gritó con una sonrisa amarga, antes que su cuerpo se desplomará desde la azotea.

Alter-ego.

Tenía el alma frágil como un cristal, los nudillos secos, sus manos ásperas y el esmalte de uñas quebrajado. No se miraba mucho al espejo, le aterraba, y sólo sonreía en público. Fumaba como chimenea y ardía cuando llegaba la noche. Soñaba cada día con desaparecer y el reinado de los gatos; hundía sus manos en los sacos de legumbres y arroz y soplaba las cosas heladas por equivocación.
Yo a veces la amaba, pero la mayoría del tiempo la odiaba y me colaba voyeristamente en su pelo mientras se miraba llorando al espejo, hasta que un día descubrí, luego de tanto juzgarla, que esa era yo.